“Teníamos diez años. Lucanis acababa de leer un libro sobre guivernos y, de repente, solo hablaba de eso. Guivernos, a todas horas, guivernos”. Illario contaba la historia con una alegría y una confianza impresionante, teniendo en cuenta que estaba apoyado sobre el hombro de Viago y no era capaz de mantenerse en pie.
Viago suspiró y cambió el peso de Illario sobre su hombro mientras llegaban al pie de las escaleras a las habitaciones del casino.
El casino pertenecía a la casa Cantori. Teia había enviado a casa a los empleados. Las ventanas y los espejos estaban cubiertos temporalmente por un terciopelo negro muy oscuro para evitar que las almas errantes se perdieran en su camino. Las mesas de cartas y juegos de dados se habían despejado y en su lugar se habían colocado suntuosos arreglos florales de gracia cristalina para su separación y embrium para aliviar los corazones afligidos. Su perfume se aferraba a la piel y a la vestimenta, pero aun así no era lo suficientemente dulce como para cubrir el olor a licor que desprendía Illario Dellamorte. Hacedor, Teia se lo debía.
“Ahí estaba yo, con tantas espinas que me enganchaba a todo lo que tocaba. Lucanis estaba de barro hasta las orejas. Catarina no hacía más que mirarnos sin decir ni una palabra”. Illario se rio. Le fallaron las rodillas o dejaron de intentar caminar por completo, y se desplomó por las escaleras llevándose a Viago con él.
Viago maldijo en voz baja y trató de levantar al hombre más corpulento de las escaleras, pero se le escurría el oscuro brocado de la chaqueta de Illario. Viago deseó haber optado por el plan A: drogar a Illario para que durmiera en el salón y tirarle una sábana por encima. Pero los oscuros y profundos ojos de Teia le rogaron que cuidara del apestoso borracho y... Viago suspiró y maldijo otra vez. Por un momento, tuvo una visión clara y perfecta de dejar a Illario roncar en medio de la escalera. Pero Teia lo mataría. Puede que incluso personalmente.
“Era mi primo, pero éramos más como hermanos, la verdad. Siempre se metía en todo tipo de problemas. Y yo siempre estaba detrás de él, ¿sabes? ¡Siempre!”. La voz de Illario se llenó repentinamente de emoción. “Ahora no tengo a nadie a quien seguir”.
Viago dejó escapar un suspiro, se agachó y levantó a Illario de los escalones con un leve gruñido de dolor.
“Debería haber sido yo”. Ahora Illario parecía resentido. La bronca llegaba a su final. Había repetido este discurso como un actor que ensaya para una obra particularmente exasperante durante horas en la planta baja mientras su compostura se desmoronaba y cada vez parecía más y más que hubiera luchado y perdido contra una manada de drúfalos.
Viago subió los últimos escalones y buscó a tientas la puerta de la habitación más cercana. Por un horrible momento, temió que tendría que forzar la cerradura, pero se abrió. Arrastró a Illario a la cama y lo arrojó como a un cadáver.
“¿Te he contado aquella vez que Lucanis me llevó a cazar guivernos?”, preguntó Illario mientras Viago humedecía un pañuelo con unas gotas de uno de sus frascos. Antes de que pudiera empezar otra vez, Viago le cubrió la nariz y la boca a Illario con el paño y lo dejó inconsciente.
“En otro momento”, respondió Viago. Y salió de la sala.