Encendedor: Historia de las Fiestas de las Calaveras - Sitio oficial de EA
De Jay Watamaniuk
Tenía miedo de abrir los ojos. Su mente se aferraba a la acogedora oscuridad.
Un cruel recuerdo de metal desgarrándose, incendios y un grito lo despertó, poniendo a latir con furia su sorprendido corazón. Sus pulmones buscaban aire con desesperación entre el oxidado hierro. Tosió. Las lágrimas corrían por su rostro. Parpadeó. Su visión era totalmente borrosa e incierta. Tenía algo agarrado a la piel. Lo quitó con un movimiento torpe de la mano, pero dejando una mancha en su mejilla. Su vista se aclaró. Frente a su posición, vio extensos rayos de luz diagonales como tajos. Lo que veía debía ser un piso, pero ahora era una pared. Se dio cuenta de que el mundo había quedado de lado.
Las siluetas negras y grises que lo rodeaban eran restos de muebles rotos, cajas y metal doblado. Cables con chispas y trozos de lienzo colgaban como enredaderas. Algo a su lado ejercía presión sobre él. Dio un empujón. Se cayó una caja. Su caja, recordó. Había traído sus artículos a u comerciante textil en Fuerte Tarsis. Sin embargo, el acuerdo nunca se cerró; implicaba demasiados riesgos. En el fondo de su mente, la voz de su hermana le pedía que tuviera cuidado. Había emprendido el regreso a Antium ese mismo día. Eso había sido ayer.
Estaba repleto de dolores de toda clase. ¿Qué había sucedido? Un accidente. ¿Dónde estaban todos?
"H… ho…". Intentó hablar en voz alta, pero su garganta se sentía como una chimenea. Volvió a toser para deshacerse de los escombros. "¿Hola? Necesito ayuda". Su voz denotaba carraspera y lo quemaba con cada palabra.
Silencio. No, no había silencio, sino que se oía el chillido de un ave. Un incesante zumbido de insectos. Murmullos. Frente a su posición, los rayos blancos mostraban un húmedo paisaje de bamboleantes verdes. La selva. Nunca había estado tan expuesto a ese entorno. Había pasado la mayor parte de su vida entre paredes elevadas y gruesas que lo separaban de las criaturas que merodeaban en el exterior. Se imaginaba que habría algo ahí en ese momento, olfateando su presencia. Había pasado toda su vida escondido.
Intentó incorporarse. Pero sintió un dolor punzante. Un trozo de metal se asomaba por su pierna derecha. Un fino hilo de sangre se filtraba en sus desgarrados pantalones. Permaneció inmóvil, ya que tenía miedo de empeorar la herida. Solo quédate aquí, pensó. Eso será lo mejor. Alguien se acercaba. Un largo alarido, similar a un ladrido, hizo eco en la distancia. Cerró los ojos. Alguien debe de estar viniendo.
Los minutos que dejaba atrás eran cada vez más extensos y numerosos. Moviéndose con cuidado, tomó un cigarrillo y un pequeño encendedor de metal.
***
"Ey, toma esto", le había susurrado su hermana hacía ya muchos años. Estaban ocultándose bajo una excavadora volteada. El encendedor estaba gastado y rayado. "Es de buena suerte, ¿sabes?". Su mirada esperaba un gesto de asentimiento. Pero él tenía demasiado miedo como para moverse. Ella lo sacudió. Él intentó asentir. "Quédate aquí. No hagas ruido. Estarás bien". Su sonrisa era enorme y brillante. "Solo iré a echar un vistazo".
Después de mirar rápidamente a ambos lados, salió corriendo.
***
El cuarto de metal ardía bajo el sol de la selva, que calentaba la tarde. A su alrededor, yacían los restos de sus cigarrillos. Uno tras otro. Era un ritual que lo calmaba. Su camisa estaba pegajosa por el sudor. Cada punzada de dolor hacía escurrir más sangre de la pierna. La humedad y el calor le molestaban cada vez más, aunque el dolor lo había adormecido. Su mente comenzó a vagar.
***
Se había ido hacía mucho tiempo. Él estaba solo. Entonces, unas extensas garras lo tocaron. Oyó un ladrido.
***
Se despertó de un salto y una ráfaga de dolor le recorrió la pierna. ¿Había algo ahí? Cerró los ojos en un gesto forzado y agudizó el oído. Sonidos salvajes. Soltó un suspiro mientras volvía a enfocar la vista. A medida que el sol se ponía, las cosas iban perdiendo su color. Estaba oscureciendo, y aún no había venido nadie.
A lo lejos, entre el oscuro follaje, resonaba un grave y extenso aullido. Su corazón dio un golpe. Dobló las manos. Las abría y las cerraba. Tienes que moverte. No, quédate. Las abría y las cerraba. Una imagen de la última sonrisa de su hermana le invadió la mente. Le dio una última calada al cigarrillo y lo arrojó con el resto. La cabina debía encontrarse en aquel pasillo, ¿verdad? Allí, debería haber algún aparato de emergencia. Algo para hacer señales. Bien, pensó, bien, vas a moverte. Su pierna protestó. Encendió el encendedor para poder ampliar su visión. Las cosas no pintaban bien. Lo cerró. Regresó a la turbia oscuridad. Se limpió la mano en la camisa. Luego, se aferró a una pesada caja y la pared, y cerró los ojos.
No puedo hacerlo. Debería quedarme aquí.
Solo iré a echar un vistazo, le había dicho ella.
Al incorporarse, el metal le cortó la pierna, causándole una puñalada de dolor y un destello luminoso detrás de los ojos. Agitó una mano, con la que tomó una tubería doblada. Apoyándose torpemente contra la pared, parpadeó para aclarar su visión. Mientras intentaba sostenerse con manos temblorosas, notó que la sangre comenzaba a acumularse alrededor de sus pies. Presionó una mano contra la herida y la sangre comenzó a escaparse entre sus dedos. Se le revolvió el estómago. Comenzó a buscar algo para esa herida hasta que encontró un trozo de tela blanca que colgaba de una caja rota. Su caja. Jaló para sacarla y la usó para envolver la pierna. Al instante, esta quedó teñida de rojo, y él la cortó con los dientes. Cuando completó el vendaje con el extremo de la tela, se estremeció. Muy bien. Volvió a estremecerse. En marcha.
***
Permaneció escondido bajo la excavadora toda la noche, su pequeña mano aferrada al encendedor. Oía ladridos a lo lejos. Jamás volvió a verla.
***
De manera lenta y dolorosa, avanzó entre los escombros dando brincos sobre una pared que ahora servía de piso para. Divisó unos escalones en la pared del otro extremo. De un gastado tono amarillo, se veía la frase SOLO PERSONAL AUTORIZADO. Distraído, dio un paso en falso.
Como consecuencia, cayó sobre lo que parecían suaves zarcillos, y se le enredaron los brazos y las piernas. Quedó atrapado, como hundido en arenas movedizas. Su mano notó que se trataba de finas cuerdas. Estaba sobre una red. Luego, vio grandes sacos con la impresión ENTREGA: FORTUO. Suspiró. Fortuo, la colorida, bulliciosa e increíble ciudad costera comercial. Siempre había querido visitarla, hacer negocios importantes, conseguir una reputación. Pero estaba demasiado lejos y era demasiado peligroso. Se impulsó contra las parcelas, ahora manchadas de sangre, y se incorporó sobre la red. Arrastró los pies unos metros más por el pasillo y sintió una brisa en el rostro. Al cruzar una cortina de cables sueltos, se topó con un fuerte y repentino viento que lo hizo entrecerrar los ojos. Una maraña de ramas rotas había destruido un gran ventanal, arrastrando la oscura y salvaje jungla al cuarto de metal. La cabina. Lo había logrado.
Le tomó un momento vislumbrar el cuarto lateral bajo la tenue luz. La ventana rota se extendía hacia arriba, entre las sombras que se encontraban sobre él. Apenas podía divisar el panel de botones e interruptores que se encontraba a la derecha de la ventana. La silueta del asiento del conductor se situaba a pocos metros, firmemente atornillada a lo que ahora era la pared derecha. Tenía que llegar a ese panel. Con el encendedor encendido, entró a la habitación.
Bajo el asiento del conductor, colgaba una mano ensangrentada. Esa imagen lo dejó sin aliento. Se detuvo. ¿Estaban vivos? "Hola", logró decir. Sin embargo, su voz fue apenas un susurro. Dio un pasos más, tambaleándose y sosteniendo el encendedor. "Oye, ¿estás bien?" La mano no se movía. Tomó el borde del asiento y se acercó. Estaba completamente manchado de sangre. Armándose de valor, dirigió la vista al conductor, que estaba desplomado sobre un lado, rodeado de ramas ensangrentadas. Era una mujer joven. Bajo las ruinas, podían verse algunos dientes, relucientes y blancos.
***
Estarás bien, le había dicho.
Solo iré a echar un vistazo.
***
Con las piernas temblorosas, dio la vuelta. El encendedor se apagó y se quedó en la oscuridad. Debió haberse quedado donde estaba. Sin embargo, los latidos que sentía en el pecho le impedían hacer cualquier movimiento. Se apoyó sobre la parte posterior del asiento del conductor, con la mejilla presionada contra el cálido metal. Luchó por impedir que el miedo lo abrumara. La conductora había muerto. Todos estaban muertos y nadie iba a encontrarlo. Si te mueves, te mueres. Lo sabía. El pánico le replanteó viejas preguntas que se había hecho mil veces.
¿Por qué no se había quedado? Habría estado a salvo.
Pero yo no estoy a salvo. La luz seguía encendida. Tengo que continuar. Pasó la vista del cuerpo al panel de control. Pasó por debajo del asiento y se acercó, intentando despejar la mente. Había venido aquí para obtener ayuda. Alguna señal o interruptor. Recorrió de una punta a otra el panel. Sentía ardor en los ojos por el sudor. El pequeño halo de luz lo ayudó a detectar una tira roja que atravesaba una palanca de acero.
FARO DE EMERGENCIA
Tomó la palanca y, al empujarla hacia la derecha, esta hizo un ruido metálico. Eso debía ser suficiente. Lo había logrado. Apagó el encendedor. Se quedó a oscuras. Esperó, aunque no sabía con exactitud qué esperaba. No hubo luces, ni alarmas ni bengalas. Abrió nuevamente el encendedor para volver a revisar, pero ya lo había visto todo. No había electricidad. El encendedor chispeó, indicando que le quedaba poco combustible. Clic. Oscuridad. Estaba cansado. Se odiaba a sí mismo por haber salido de su escondite.
Ella había sido una tonta por haber tomado esa decisión en aquel entonces. Tenía mucho miedo.
Se quedó en la oscuridad de la cabina. Los ladridos se aproximaban.
No podía moverme.
Ni siquiera para salvar mi vida.
Ella no había tenido otra opción. Se había ido para alejar a los monstruos.
Su visión se nubló por las lágrimas. Volvió a verla. La imagen de su hermana sacudiéndolo. Él no podía hacer nada. Ella sonrió repentinamente para darle confianza. Su brillante vida se había extinguido. No. No podía terminar así. Todavía le ardían las heridas.
Clic. La chispeante luz reveló que se estaba soltando la venda. Clic. Oscuridad. Tuvo una idea, grande y brillante. Y, sobre todo, valiente.
Se acercó dando brincos hasta la ventana y se deslizó sobre el cristal roto. A medida que avanzaba, este destrozaba su camisa y lastimaba su pecho. Con un último tirón, se liberó de la ventana y cayó sobre el suelo de la jungla, unos metros más abajo. Después de haber pasado mucho tiempo en el calor del peregrino, tuvo una repentina sensación de frío al sentir el lodo. Respiró la primera bocanada de aire profundo en el exterior.
Incorporándose, avanzó por el cuello del peregrino, con una mano hacia adelante y otra apoyada sobre el metal. Encontró lo que parecía ser un paquete de lienzos. Clic. Nada. Clic. Luz chispeante. Un enorme paquete se abrió. Algunas telas cayeron al lodo; otras se desparramaron como rastros blancos. Él sostuvo el encendedor para ver las telas. Entonces, una medialuna de ascuas comenzó a encenderlas y pronto se extendió. Dio un paso atrás, y entonces se le cayó el encendedor. Las llamas cobraron vida. Esa fue la última señal de auxilio, que creció hasta iluminar la oscuridad. No tenía otra opción. Su hermana lo habría entendido.
Agradecimientos especiales a Cathleen Rootsaert, Mary Kirby, Karin Weekes y Ryan Cormier