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Pirndel Blatch salva el día: Fiestas de las Calaveras - Sitio oficial de EA

De Cathleen Rootsaert

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Para Pirndel Blatch, las Fiestas de las Calaveras representaban un tipo de terror distinto. Desde los huesos desparramados y los fogones sumamente concurridos hasta la verde niebla de composición desconocida que oscurecía los numerosos peligros con los que uno podía tropezar, parecía que cada rincón de Tarsis estaba propenso a sufrir un accidente. Como custodio del fuerte, Pirndel era muy rigoroso con la seguridad… casi obsesivo.

De quince hijos (todos vivos), él era el del medio. Aunque las personas consideraban que se trataba de un milagro, la familia Blatch tenía las cosas bien claras. "El mundo es demasiado peligroso como para no tener cuidado", decían sus padres, y solo gracias a esta constante atención a la seguridad todos habían logrado sobrevivir.

Alguien golpeó la puerta. Blatch se despertó del susto y dio la vuelta en su pequeña cama, y de no haberse cubierto la pared de piedra con tela de plush, se habría golpeado contra ella. Anticiparse al desastre era su máxima especialidad.

"¿Quién es?".

"La centinela Brin. Hubo un accidente".

Pero claro, pensó.

"Eh… necesitamos la escalera. Y tú eres el único que tiene la llave del cobertizo. Rápido. Ah, y también se produjo un incendio".

¡Pero claro!

Blatch se paró sobre sus ya calzados pies y se puso una liviana túnica sobre el pijama. Era por esa misma razón que siempre dormía con algo puesto, sin importar cuánto calor hiciera. Y hacía calor. Mucho calor. Había solicitado que los fogones de las fiestas se limitaran al exterior de los muros del fuerte. "¡Pero el fuego es divertido!" decían todos. Blatch se preguntaba cómo personas que parecían inteligentes podían estar tan cegadas ante un peligro evidente.

"Somos héroes que casi mueren todos los días. Creo que podemos controlar los 'peligros' del fuerte", decían en tono de burla.

Nadie escuchaba.

De hecho, aunque Pirndel Blatch sabía de qué estaba hablando, le parecía que cuanto más explicaba un problema, menos lo escuchaban. Eso no podía ser así, no tenía lógica.

¿Saben a quién escuchan las personas? A los bardos.

Pirndel soñaba con ser bardo. Los bardos eran amados. Reunían multitudes en todas partes.

Con frecuencia, Blatch asistía a reuniones en las que se recitaban historias o se interpretaban canciones. Se sentaba en el fondo, con la boca y los ojos abiertos, empapado en sudor compasivo. Se maravillaba ante cómo los bardos mantenían la atención de los presentes. El público. Los bardos tenían dones que el público admiraba. El corazón de Pirndel lo sentía. El quería ser así.

Durante la presentación, se secaba las sudorosas manos y aplaudía junto al público. Luego, el escenario se abría para que cualquiera le narrara una historia al público.

La próxima vez, pensaba. Hasta entonces, jamás lo había hecho.

 


 

Cuando llegó al patio, Pirndel encontró exactamente el tipo de accidente que lo hizo enfurecer. Un juerguista de calaveras, que llevaba una máscara con pequeños orificios en los ojos y había bebido demasiado, tropezó con una cuerda oculta por la neblina verde y golpeó una mesa que estaba demasiado cerca del fuego, que cayó sobre un centinela que vigilaba el fuego (quien, afortunadamente, usaba una alabarda Comando). Nadie salió herido, pero el impacto provocó que el fuego ascendiera hasta las coloridas banderas.

Trae la escalera.

Con cuidado, se dirigió al armario de mantenimiento y extendió la llave. Aunque nadie lo obligaba, realizaba simulacros de incendio de este tipo todas las semanas. Con frecuencia, él era el único que participaba. Si hubiera podido confiar en que las personas no "tomarían prestadas" sus pertenencias, no las habría guardado bajo llave, ya que esa no era la opción más segura. Sin embargo, tener una escalera guardada bajo que llave era mejor que no tener una escalera.

Rápidamente, buscó una superficie sólida para apoyarla. "El suelo de adoquines jamás será el ideal para apoyar una escalera de manera segura", solía decir.  Él había diseñado parte de esta escalera: la parte que la hacía extremadamente estable. Con inteligencia, usó el giroestabilizador de una Interceptor para evitar cualquier tipo de tambaleo.

Una vez que apoyó la escalera contra la pared, comenzó a subir. Había llegado a la mitad del camino cuando notó que los centinelas que lo observaban se habían desplazado al otro lado del patio y estaban en medio de una intensa conversación. Frunció el ceño. Nadie me escucha. A medida que subía, podía sentir el calor del fuego, y el sudor comenzó a quemarle los ojos. Este se le escurría por la nariz y formaba una salada capa sobre sus labios. Le molestaba. Aunque era algo natural, igualmente hizo que se sacudiera en un gesto de desagrado; con ese movimiento, la escalera comenzó a inclinarse.

¡El giroestabilizador estaba fallando! Tal vez la niebla verde de extraña composición era la causa del desperfecto. Pero Blatch no tenía ni un segundo para elaborar teorías; cuando la escalera se desestabilizó, se aferró al cartel en llamas.

 


 

Estaba seguro de que lo tenía todo para ser un bardo.

Aunque su talento para la fabricación y reparación era evidente, pasaba la mayor parte de su tiempo libre leyendo. Nadie lo sospecharía al verlo, pero podía recitar varias historias de memoria.

En su cuarto, Blatch se paraba frente a un sector del muro de piedra que había pulido a modo de espejo y practicaba. Se aseguraba de que sus ojos brillaran y sus gestos fueran tan precisos como emotivos. Siempre quedaba satisfecho con el resultado.

Por la noche, cuando se iba a dormir, imaginaba su futuro. Se veía a sí mismo de pie en el patio, rodeado de centinelas, libranceros, comerciantes, reguladores y hasta niños sentados a sus pies, cautivados.

Escuchando.

"¡No te vayas, Pirndel!", exclamarían. "¡Cuéntanos más sobre los peligros del agua estancada! ¡Podríamos escucharte hablar sobre el mantenimiento de barandas todo el día!". Entonces, lo haría. ¡Sí, lo haría!

 


 

Colgado del cartel a una altura desde la cual caer le causaría un daño físico extremo, Blatch evaluó la situación. El cartel sostendría su peso por ahora. Lo sabía porque había sido él quien lo había colgado. De repente, por el rabillo del ojo, divisó una salida.

Paso a paso, de forma lenta y metódica, avanzó por el cartel. Afortunadamente, lo había fabricado con materiales de alta tensión, no inflamables. Había sido caro, es cierto, pero cualquiera que lo viera en ese preciso momento reconocería que había tomado la decisión correcta. Las banderas destellaban consumidas por el fuego, pero el cable se mantenía firme.

Cuando llegó al lugar indicado, comenzó a balancear el cartel hacia un edificio cercano. En el momento exacto, se lanzó hacia adelante y cayó sobre una viga de soporte. Notó que había calculado el movimiento con gran precisión. Impulsándose cautelosamente desde la viga, dio un salto y tomó una tubería con sus manos fuertes y callosas.

Notó que el revestimiento, que no podía verse desde el suelo, había comenzado a desmoronarse. Tomó una nota mental para repararlo. "Si cae un trozo de revestimiento, podría sacarle un ojo a un niño", pensó y resopló.

Se balanceó una vez con la tubería y, con una voltereta hacia atrás, se dejó caer sobre un balcón que se encontraba más abajo.

Mientras tanto, el pequeño incendio comenzaba a extenderse.

 


 

Blatch estaba parado en la esquina de la habitación repleta de gente. Preso de los nervios, jugueteaba con su cristal de la suerte. En el fondo, sabía que ninguna de las personas de la habitación estaba más calificada para ser bardo.

"¿Pindel Blartch?".

"Soy Pirndel Blatch", corrigió.

Caminó hacia el frente. El sudor empapaba cada centímetro de su cuerpo.

Subió a la plataforma de presentaciones, que se bamboleaba. Siempre es así.

¿Cuánto tiempo hace que está así?, se preguntaba. Las reparaciones que no se hacen a tiempo siempre empeoran y aumentan exponencialmente los riesgos. Los holgazanes resuelven los tambaleos con trozos de papel doblado. Ese tipo de soluciones negligentes desconcertaban y enfurecían a Pirndel. Tomó una nota mental sobre la composición de la plataforma y las reparaciones que necesitaba. Por otro lado, notó enormes astillas, listas para atacar a los ingenuos portadores de sandalias. Al mismo tiempo, también debía repararse ese molesto rechino…

La multitud lo observaba.

Ejem.

Tragó saliva y comenzó una fascinante historia que Madam Chronicler le había recomendado como una cautivadora combinación de intriga, valentía y grandes héroes; ideal para complacer a la multitud.

Sin embargo, la multitud no parecía complacida. Aunque sí, lo estaba escuchando…

Su mente quedó en blanco. "Mmm…", alcanzó a decir. Tosió. Olvidó la parte sobre la batalla con Urgoth Chieftain y tuvo que regresar. ¡Sabía que esto pasaría! ¿Por qué su brillante mente lo había abandonado? ¿Por qué lo hizo sufrir?

Desde afuera, no se había visto tan mal.

"El fin. Gracias".

Cuando Blatch hizo una reverencia, la tambaleante plataforma lo inclinó hacia un costado, y él avanzó trastabillando rápidamente hacia la salida.

En casa, se recostó en la cama y, mientras una pequeña lágrima de furia y humillación recorría su rostro, recitó nuevamente toda la historia. A la perfección. Aunque entonces ya no importaba.

 


 

Ahora, el fuego se estaba extendiendo hacia los andamios del exterior del salón de los héroes. Blatch comenzó a correr por los techos. Afortunadamente, o por previsión de experto se podría decir, había imaginado lo desastroso que sería un incendio en el área en construcción del gran salón, por lo que había instalado sistemas de cisternas con poleas y baldes.

Blatch les ordenó a los pocos ciudadanos que se encontraban en el suelo que obtuvieran agua de la fuente, que el usó para combatir las crecientes llamas. Pero incluso con esa ayuda, parecía que no había solución. ¿Acaso la niebla verde de composición desconocida estaba avivando el fuego? Tendría que analizarlo mañana…  De repente, se le ocurrió una idea.

"¡Ey, tú! ¡Centinela!".

El grupo de centinelas estaba dirigiendo a la multitud y no podía oírlo.

"Malditos sean esos cascos. Son tan inseguros", murmuró.

No había tiempo que perder. Blatch corrió hacia el borde de la plataforma, desde donde podía alcanzar el extremo de un cartel que todavía estaba ardiendo. Tomó un cuchillo de su túnica y lo puso entre sus dientes. Luego, extendió el brazo para tomar el cartel, cortó la cuerda y se columpió hacia el patio. Su aterrizaje sorprendió a los centinelas.

"¡Debemos congelar ese incendio!".

"¿Qué?".

"¡CONGÉLENLO!", indicó. "¿Puede hacerlo alguno de ustedes?".

Sin dudarlo otro segundo, dos centinelas alzaron la vista y, desde su posición, lanzaron ráfagas hacia el incendio, que impactaron también en los alrededores. A pesar de los daños colaterales, lograron apagar el fuego con los proyectiles de hielo de sus armas.

La multitud comenzó a aplaudir y rodear a los centinelas heroicos, chocando los cinco y vitoréandolos. Sin aliento, pero aliviado, Blatch avanzó tambaleando hasta la fuente y se sentó cuidadosamente en el borde. Desde allí, contempló la destrucción que habían dejado el fuego y el hielo. Se encargaría de eso mañana. Su cama lo esperaba. Apoyó las manos llenas ampollas para incorporarse, y emprendió el camino a casa.

“¡Oye! "¡Ey, custodio! ¿Adónde vas?".

Dio la vuelta. Todos los miraban. Todos.

"¿A la cama?".

La multitud rió por lo bajo y asintió.

"Entendido. Pero primero, ven aquí", dijo la centinela.

Blatch dudó.

"Bien, entonces yo iré ahí". La centinela cruzó el patio de un salto y, antes de que pudiera reaccionar, Blatch se encontraba flotando por encima de la multitud, sobre los hombros de dos alabardas que lo sostenían en el aire.

"Estoy propenso a sufrir un accidente", espetó por reflejo.

La gente salía a los balcones para ver a qué se debía la conmoción.

Él saludó con la mano sutilmente. Con timidez. La multitud aplaudió.

Luego, levantó los brazos con valentía. Entonces, la multitud lo aclamó. Lo aclamaron.

Finalmente, los centinelas lo bajaron. Y así fue como todo terminó… tan rápido como había comenzado. El patio estaba vacío, excepto por los dos guardias que seguían vigilando el fogón que había causado todos los problemas. Blatch lo miró con disgusto y regresó a casa.

Al llegar, se sentó en el borde de la cama y vio su reflejo en la pared pulida. Estaba sonriendo. Cruzando los brazos detrás de la cabeza, se recostó mirando al techo; se sentía alegre y esperanzado.

Cuando comenzaron a pesarle los párpados, Pirndel Blatch se durmió y soñó con simulacros de incendio diarios y reuniones de seguridad en las que todos los presentes estaban de pie.

Agradecimientos especiales: Neil Grahn, Ryan Cormier, Mary Kirby, Jay Watamaniuk, Karin Weekes


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