• Prendel Blatch al rescate: un cuento de las Fiestas de las Calaveras De Cathleen Rootsaert
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    A Prendel Blatch, las Fiestas de las Calaveras le provocaban escalofríos por un motivo distinto. Todo Tarsis le parecía una trampa mortal: desde los huesos esparcidos al azar por ahí hasta las hogueras no supervisadas, sin mencionar la neblina verdosa de composición desconocida que ocultaba los múltiples obstáculos con los que tropezar. Como conserje del Fuerte, Prendel era un perfeccionista de la seguridad (puede que algunos incluso lo llamaran obseso).

    Él era el mediano de sus catorce hermanos, que estaban todos vivos. La gente decía que aquello era un milagro, pero la familia Blatch sabía la verdad. «El mundo es demasiado peligroso como para no tener cuidado», decían sus padres, y fue únicamente la atención extrema a la seguridad lo que hizo que sobrevivieran todos.

    Alguien llamó a la puerta. Prendel se despertó con un sobresalto y se dio la vuelta bruscamente en su pequeña cama: se habría destrozado la cara contra la pared de piedra de no haberla cubierto de un material blando. Anticipar el peligro era su especialidad.

    —¿Quién es?

    —Soy la centinela Brin. Ha ocurrido un accidente.

    «Cómo no», pensó él.

    —Es que... necesitamos la escalera. Usted es el único que tiene la llave del cobertizo. Deprisa. Ah, y también hay un incendio.

    ¡Cómo no iba a haberlo!

    Prendel se puso en pie, ya con las botas enfundadas, y se colocó una túnica fina sobre el pijama. Por eso mismo dormía siempre con algo puesto, sin importar el calor que hiciera. Y hacía bastante. Era asfixiante. Había solicitado que las hogueras de las fiestas estuvieran limitadas a las afueras de las murallas del Fuerte. «¡Pero si las hogueras son divertidas!», había respondido todo el mundo. Prendel se preguntaba cómo una gente aparentemente inteligente podía ser tan ajena al peligro flagrante.

    «Somos héroes y estamos al borde de la muerte casi a diario. Seguro que podemos apañárnoslas con un Fuerte "peligroso"», se burlaban.

    Nadie le hacía caso.

    De hecho, aunque Prendel sabía de lo que hablaba, parecía que cuanto más explicaba un problema, menos le escuchaban. Aquello no estaba bien... no tenía lógica.

    Y sin embargo, había alguien a quien todo el mundo hacía caso siempre: el Vate.

    Prendel soñaba con ser vate. La gente apreciaba a los vates. Eran capaces de congregar multitudes allá donde iban.

    Prendel iba a menudo a reuniones en las que se recitaban historias o se cantaban canciones. Se sentaba al fondo con los ojos de par en bar y la boca abierta sin querer, empapado de un sudor empático. Le maravillaba la forma en que un vate podía mantener la atención del público... Le maravillaba la multitud que reunían. Los vates poseían talentos que la multitud apreciaba. A Prendel se le encogía el corazón. Él deseaba aquello.

    Después de la actuación, se secaba las manos húmedas y aplaudía junto con el resto de los asistentes. Entonces el escenario se quedaba libre para que quien quisiera contase una historia al público.

    «La próxima vez», pensaba. Hasta la fecha, nunca se había atrevido.

     


     

    Prendel llegó al patio y se encontró justo con el tipo de accidente que le sacaba de sus casillas. Un juerguista de las Calaveras, con una máscara con pequeñas ranuras por ojos y varias copas de más, había tropezado con un cable oculto por la neblina verde y había desplazado una mesa que estaba demasiado cerca de la hoguera, que a su vez se había volcado encima del centinela que vigilaba el fuego (y que, por suerte, llevaba una Comando puesta). Nadie estaba herido, pero el golpe había causado que el fuego alcanzara los coloridos banderines que ondeaban encima.

    Había que traer la escalera.

    Se apresuró cuidadosamente al armario de mantenimiento con la llave preparada. Aunque nadie le obligaba, hacía simulacros de incendio como aquel semanalmente. A menudo era el único participante. Si pudiera confiar en que la gente no tomaría «prestadas» sus cosas, no tendría que tenerlas bajo llave. Esa sería la opción más segura. No obstante, una escalera bajo llave era mejor que una inexistente.

    Observó rápidamente la zona en busca de una superficie estable sobre la que colocar las patas de la escalera. Como solía decir, «los adoquines jamás serán buenos aliados a la hora de contribuir a la seguridad de una escalera». El diseño de aquella escalera era parcialmente suyo, especialmente la parte que le confería una estabilidad extrema. Había tenido la brillante idea de utilizar el giroestabilizador de una Interceptor rota para eliminar los tambaleos prácticamente por completo.

    Colocó la escalera contra la pared y comenzó a subir. Estaba a mitad de camino cuando se dio cuenta de que los centinelas que le vigilaban se habían movido al otro lado del patio y ahora estaban inmersos en una conversación. Frunció el ceño. Nadie le hacía caso. A medida que ascendía, notaba el calor del fuego y el sudor empezaba a abrasarle los ojos. Le caía por la nariz y formaba un charco salado sobre sus labios. Cómo lo odiaba. Era algo natural, evidentemente, pero no pudo evitar sacudirse con repugnancia y, con ello, la escalera comenzó a inclinarse.

    ¡El giroestabilizador no funcionaba! A lo mejor, la neblina verde de composición desconocida provocaba que no funcionase debidamente. No tuvo más tiempo para buscar teorías: cuando la escalera se le escurrió, se agarró al banderín en llamas.

     


     

    Prendel estaba segurísimo de que tenía madera de vate.

    Era evidente que tenía talento para crear y reparar, aunque pasaba la mayor parte de su tiempo libre leyendo. Nadie lo diría al verle, pero era capaz de recitar bastantes historias de memoria.

    En su cuarto, Prendel se ponía frente a un trozo de la pared de piedra que había pulido para poder ver su reflejo y practicaba. Se aseguraba de que le brillaran los ojos y de que sus gestos tuviesen la emoción y precisión adecuadas. Siempre quedaba satisfecho con el resultado.

    Por la noche, mientras esperaba a quedarse dormido, imaginaba su futuro. Se imaginaba en el patio rodeado de libranceros y centinelas, vendedores y reguladores; niños embelesados sentados a sus pies.

    Todos pendientes de sus palabras.

    Al terminar, le suplicarían que se quedase. A gritos. «¡Cuéntanos más sobre los peligros del agua estancada! ¡Podríamos pasarnos horas oyéndote hablar sobre el mantenimiento de barandillas!». Él, por supuesto, accedería. ¡Por supuesto!

     


     

    Prendel, colgado del banderín a una altura suficiente como para sufrir un daño físico considerable en caso de soltarse, evaluó la situación. El banderín aguantaría su peso por ahora. Lo sabía porque lo había colgado él. De repente, por el rabillo del ojo, ¡vio una vía de escape!

    Movió las manos poco a poco y se desplazó por la bandera de forma meticulosa. Por suerte, había decidido hacer el banderín de un material resistente e ignífugo; caro, sí, pero cualquiera que tuviera ojos y viera la situación ahora mismo sabría que había hecho bien. Los banderines ardían y echaban chispas, pero el cable permanecía firme.

    Cuando llegó al punto adecuado, hizo que el banderín se balancease hacia el edificio cercano. En el momento oportuno, se lanzó hacia delante y aterrizó en una viga de carga expuesta. Consideró haber elegido el momento a la perfección. Se deslizó cuidadosamente por la viga, saltó y se agarró a un desagüe con sus manos fuertes y callosas.

    Allí se dio cuenta de que el revestimiento, que no se veía desde el suelo, había empezado a resquebrajarse. Se dijo a sí mismo que lo arreglaría. —Un revestimiento desprendido podría saltarle un ojo a algún niño —resopló.

    Se colgó con agilidad de la tubería y bajó al balcón de debajo con una voltereta hacia atrás.

    Mientras tanto, el incendio había empezado a propagarse.

     


     

    Prendel estaba en un rincón de la sala atestada. Nervioso, jugueteaba con su cristal de la suerte entre los dedos. En el fondo de su corazón sabía que allí no había nadie mejor preparado para ser vate que él.

    —¿Prendel Blatch?

    —Yo soy Prendel Blatch —graznó.

    Se abrió paso hasta la parte delantera de la sala. Estaba empapado en sudor.

    Se subió al escenario... que cojeaba. «Cómo no».

    «¿Cuánto tiempo llevará así?», se preguntó. «Las reparaciones que no se hacen a tiempo siempre empeoran y aumentan los riesgos exponencialmente. Quienes calzan las cosas con un papel doblado no son más que vagos». Ese tipo de chapuzas desconcertaban a Prendel y lo enfurecían muchísimo. Se dijo a sí mismo que comprobaría la composición del escenario y la reparación que necesitaba. También observó unas astillas enormes que pronto empalarían cualquier pie incauto en sandalias. Además se oía un crujido o un chirrido que sin duda habría que arreglar al mismo tiempo...

    La multitud lo miraba atentamente.

    Ejem.

    Tragó saliva y comenzó un apasionante relato que la madame cronista le había recomendado por ser una cautivadora combinación de intriga, coraje y grandes hazañas... Sin duda, al público le encantaría.

    Pero no parecía que a este público le estuviera encantando. Le estaban escuchando, eso era verdad.

    Se quedó en blanco. Empezó a titubear. Tosió. Se olvidó de la parte de la batalla con el líder de los urgoth y tuvo que volver atrás. ¡Si se la sabía muy bien! ¿Por qué le abandonaba su brillante mente justo en aquel momento? ¿Por qué le hacía sufrir?

    Desde fuera no parecía tan difícil.

    —Fin. Gracias.

    Mientras Prendel se despedía con una reverencia, el escenario cojo le desplazó hacia un lado, así que se tambaleó rápidamente hasta la salida.

    En casa, se tumbó en la cama y unas pocas lágrimas de rabia y humillación le corrieron por las mejillas. Recitó toda la historia en voz alta. No falló ni una coma. Pero ya no importaba.

     


     

    Ahora, el fuego avanzaba hacia los andamios del exterior del Paseo de los Héroes. Prendel corrió por los tejados. Por suerte —o podría decirse que gracias a una previsión exquisita— había anticipado el desastre que causaría un incendio en la zona de construcción del paseo y había dispuesto cisternas, cubos y poleas.

    Prendel ordenó a los pocos ciudadanos que había abajo que cogiesen agua de la fuente y la subió hasta el fuego, que cada vez se extendía más. Incluso con la ayuda de aquella pequeña multitud, todo parecía ser en vano. ¿Alimentaba aquella neblina verde de composición desconocida el fuego? Al día siguiente debería realizar una evaluación… Entonces tuvo una idea.

    —¡Eh, oiga! ¡Centinela!

    El grupo de centinelas se dirigía a la multitud y no le oían.

    —Malditos cascos —masculló—. Qué falta de seguridad.

    No había tiempo que perder. Prendel corrió al borde de la plataforma, desde donde podría alcanzar el extremo de un banderín que todavía ardía. Se sacó un cuchillo de la túnica y se lo puso entre los dientes. Extendió el brazo, agarró el banderín, cortó el cable y se tiró por el patio hasta aterrizar frente a los atónitos centinelas.

    —¡Hay que congelar el fuego!

    —¿Qué?

    —¡CONGELAR EL FUEGO! — respondió —. ¿Alguno puede hacer eso?

    Sin dudar, dos de los centinelas miraron hacia arriba y dispararon al fuego (¡y a otras muchas cosas colindantes!) desde donde estaban. Se armó un alboroto descomunal, pero el fuego se extinguió gracias a los signos de hielo de sus armas.

    La gente comenzó a aplaudir y rodearon a los héroes centinelas; hubo gestos de aprobación y calurosas felicitaciones. Prendel, sin aliento y aliviado, llegó tambaleándose a la fuente y se sentó con cuidado en el borde. Echó un vistazo a la destrucción que habían causado el fuego y el hielo. Ya se encargaría de eso mañana. En ese momento, la cama le llamaba. Se ayudó a levantarse con las manos llenas de ampollas y se giró para volver a casa.

    "¡Eh! ¡Eh, conserje! ¿Adónde va?

    Se giró. Todo el mundo le estaba mirando. Todo el mundo.

    —A la cama...

    La gente rió y asintió.

    —Ya veo —dijo la centinela— . Pero primero, venga aquí.

    Prendel vaciló.

    —¡Vale, ya voy yo! Cruzó el patio de un solo salto hacia él y, antes de que Prendel se diera cuenta, sobrevolaba a la multitud encaramado a los hombros de dos alabardas.

    —Esto es un accidente en potencia —espetó automáticamente.

    La gente —por fin— comenzó a salir a los balcones para ver a qué se debía el alboroto.

    Prendel saludó tímidamente. Con vergüenza. La multitud aplaudió.

    Levantó los brazos con osadía. La multitud lo vitoreó. Las ovaciones duraron bastante.

    Por fin, los centinelas lo devolvieron al suelo. Después, tan rápido como había empezado, se acabó todo. El patio se quedó vacío excepto por los dos guardias que vigilaban la hoguera que había causado todos los problemas. Prendel la observó con inquietud y emprendió el camino a casa.

    De vuelta en su habitación, se sentó en el borde de la cama. Vio su reflejo en la pared pulida. Una gran sonrisa le iluminaba el rostro. Cruzó los brazos detrás de la cabeza, se tumbó y contempló el techo lleno de satisfacción y esperanza.

    Los párpados empezaron a pesarle. Finalmente, Prendel se durmió soñando con simulacros de incendio diarios y reuniones de seguridad para salas sin asientos.


    Agradecimientos especiales: Neil Grahn, Ryan Cormier, Mary Kirby, Jay Watamaniuk, Karin Weekes


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