• El cubo mágico: Última historia de las Fiestas de Calaveras De Jeffrey Campbell
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    Había una vez, dos muchachas con cara de malas. Todos aquellos que se cruzaban con ellas notaban su diabólico comportamiento. Al hablarles, cualquiera podía darse cuenta de que siempre andaban tramando algo.

    En realidad, no solo tenían cara de malas. También eran maliciosas, revoltosas, insolentes, odiosas, profundamente reacias a toda clase de trabajo útil e infames por hacerles todo tipo de maldades a los honestos habitantes del pueblo. Se creía que estas desagradables muchachas habían adquirido esta personalidad porque habían sido abandonadas de pequeñas en los callejones del pueblo, y crecieron sin padres que les enseñaran a distinguir entre el bien y el mal.

    Aún así, a pesar de las desafortunadas circunstancias de su crianza, solo las almas más caritativas lograban sentir pena por personas tan maleducadas como ellas.

    Después de todo, eran tiempos difíciles.

    Un día, las dos muchachas con cara de malas orquestaron una serie de bromas malvadas, que denominaban entre susurros "alegrías".

    Rociaron los productos del pescadero con polvo de vésnido y todos sus clientes quedaron ciegos durante un día. Torturaron a un guiverno bebé y lo soltaron en el satomi, donde mordió y quemó al director de los encriptadores en su estudio. Robaron puñados de rulemanes de acero de la fragua de javelins y los sembraron por los puestos del mercado, lo cual le generó lesiones a comerciantes y clientes por igual. Incluso secuestraron al leal sabueso de la centinela Capitana y lo "pasearon" por el páramo cercano, donde casi muere arrollado por los korox salvajes.

    Las dos muchachas con cara de malas disfrutaban enormemente repartir sus alegrías.

    "Somos las chicas más astutas del pueblo, ¿no crees?", preguntó una de ellas.

    "¡Sí, pero no solo las más astutas, sino también las más bonitas!", le respondió la otra.

    Después del intercambio, soltaron una carcajada tan horrible que se asemejaba a la de una bestia, al punto de que el ceramista que se encontraba cerca soltó su vasija del susto que le metieron y tuvo que buscar más material en la tienda de productos generales.

    Ese día en particular, a diferencia de muchos otros, la centinela Capitana atrapó a las muchachas con cara de malas con las manos en la masa y las detuvo para castigarlas. Con su siniestro y vendado sabueso como vigilante y las autoras del delito atrapadas en el cepo, la centinela escuchaba a las víctimas de las muchachas y evaluaba las peticiones.

    "¡Láncenlas al calabozo más profundo!", rugió el pescadero, quien todavía se restregaba los ojos.

    "Háganles la marca del bellaco irascible!", chilló el jefe del mercado, mientras rengueaba con la muleta.

    "¡Treinta bastonazos o mejor latigazos!", estalló el director de los encriptadores, que mostraba las marcas de las mordeduras en la frente.

    "¿Le gustaría hacer los honores, director?", respondió gritando una de las muchachas, que se bajó los pantalones y dejó su pálido trasero a la vista de todos los presentes.

    La multitud se abalanzó hacia adelante con una ira ardiente como el fuego. "¡Por el amor al cielo, Capitana!", exclamaron. "¡Tú mira adonde te corresponda!".

    Pero la Capitana simplemente se cruzó de brazos. A pesar de todos sus defectos, la Capitana tenía una debilidad por las dos traviesas. Por este motivo, sentenció a las muchachas con cara de malas a dos semanas de trabajo forzado en la cámara de los libranceros del pueblo, no menos de lo que indicaba la ley.

    "Sé cómo son ustedes realmente", les dijo a las muchachas al dejarlas al cuidado del maestro de la cámara.

    "En alguna parte de allí, dentro de sus maliciosas mentes, veo un rayo de luz. Una chispa para la invención. La necesitamos". Acto seguido, se puso de rodillas para mirarles las pequeñas caras de malas. "Prométanme lo siguiente: miren hacia su rayo de luz para que los demás puedan verlas por aquello que ustedes son realmente".

    "Lo prometemos", mintieron al unísono.

    El maestro de la cámara las liberó esa misma noche para que barrieran las cámaras más profundas, pero sus instintos más innobles no tardaron en resurgir. Comenzaron a husmear entre los objetos recuperados sin clasificar. Jugaron a disfrazarse con armaduras de alabarda obsoletas. Hicieron malabares con cartuchos de mortero y bailaron entre minas desactivadas. Mezclaron los pergaminos confiscados y dibujaron obscenos jeroglíficos en lápiz sobre tomos aún sin traducir. Lanzaron puñados de polvo de brasa agotada al cielo y se maravillaron ante las luces eléctricas que dibujaban polígonos fractales sobre las plateadas nubes. 

    Así fue como encontraron el cubo.

    Era un cubo sin detalles sobresalientes. Claramente, lo habían pasado por alto los encriptadores novatos que identificaban los objetos recuperados por los libranceros. Tenía doce caras metálicas planas de color gris. Al tacto, transmitía una sensación de suavidad y frío. En uno de sus extremos, tenía un agujero pequeño. Al tocarlo, no hizo nada.

    Al principio.

    Ahora, como todos los buenos niños y niñas saben, esta clase de objetos nunca deben ser tocados por una persona que no sea un arcanista, un librancero u otro experto. Tocarlos significaba abrirles las puertas a peligros más allá de lo conocido dentro de los muros de un pueblo. Para desalentar tales iniciativas, los centinelas aplicaban un castigo sumamente severo: a los culpables se les cortaban tres dedos de la mano izquierda.

    Después de todo, eran tiempos difíciles.

    Sin embargo, las muchachas con cara de malas no tenían respeto alguno por las reglas, ya que no habían tenido padres que les enseñaran la diferencia entre el bien y el mal. Así fue como pusieron sus curiosas y creativas mentes en funcionamiento para descubrir la función del cubo.

    No tardaron mucho en descubrir que podían deslizar los paneles a través de superficies invisibles. Cada vez que los deslizaban, el cubo cambiaba de forma indescriptiblemente. Las doce caras se convirtieron en dieciséis, las dieciséis en veintitrés y las veintitrés en dieciocho. Con cada cambio, un rayo incandescente salía del pequeño agujero. Brillaba como el fuego y centelleaba como el hielo.

    La extraña luz transformaba todo aquello que tocaba. Transformó una caja vacía en un pedazo de escalera de piedra. Transformó un estante de municiones en una cama de plumas. Transformó una sección del muro de la cámara en un géiser con un líquido violeta lleno de calamares perplejos. Algunas cosas se convertían en otras que no podían describirse fácilmente; se trataba de una mezcla de materiales tan familiares como extraños, pero que se convertían en figuras que molestaban a la vista.

    En poco tiempo, la cámara había quedado irreconocible. Sin embargo, poco les importaba eso a las dos muchachas con cara de malas. Nuevamente, soltaron una carcajada tan horrible que se asemejaba a la de una bestia ante las estrafalarias figuras que habían creado.

    Al dirigir el rayo hacia un joven grabbit que habían descubierto atrapado en el contenedor de un peregrino y ver cómo se convertía en una letrina de bronce, bueno, digamos que su medio de entretenimiento dio lugar a una muy, pero muy mala idea.

    "Todo el mundo nos odia", susurró una.

    "A mí tampoco me caen muy bien ellos", aportó la otra.

    "Viven para decirnos qué podemos hacer y qué no".

    "Son demasiado autoritarios. Deben de tener mala digestión".

    "Pero hoy es su día de suerte. El medicamento apropiado para curar ese mal acaba de llegar a nuestras manos".

    Sonrieron perversamente y se esfumaron rumbo al distrito residencial, acompañadas por la presencia del cubo. Primero, visitaron al pescadero, que dormía, y le cambiaron los ojos por hongos resplandecientes. Visitaron al director de los encriptadores, que también dormía, y cambiaron sus sábanas por una pila de troncos encendidos. Visitaron el mercado y convirtieron toda la cuadra en un furioso remolino de agua marina, el cual engulló a todos los puestos y productos en un salmuerado agujero negro.

    Cuando llegaron a la casa de la centinela Capitana, las muchachas transformaron a su perro en mitad tortuga, mitad saurio. La criatura no sobreviviría la noche.

    Luego, apoyaron sus pálidos traseros en las almenas más altas y soltaron una carcajada tan horrible que se asemejaba a la de una bestia ante el caos que habían desatado: la esposa del pescador sollozaba aterrada; la casa del director de los encriptadores era un auténtico infierno en llamas; en el bazar central, una tormenta comenzaba a formarse.

    Al poco tiempo, las dos muchachas con cara de malas suspendieron las risas y se quedaron mirando atónitas el producto de su creación.

    "¿Crees que ya los torturamos suficiente?", se atrevió a decir una.

    "Siempre podemos dejar algo para mañana", sonrió sutilmente la otra.

    "Yo diría que sí. Tienes razón".

    Entonces, apuntaron el cubo en dirección al pueblo y comenzaron a manipularlo para devolverlo a su forma original y revertir todo lo que habían hecho.

    Sin embargo, al intentar subyugar el artefacto, comenzó a responder de manera irascible. Con cada giro y vuelta, el pueblo cambiaba de manera monstruosa. Al comienzo, el distrito residencial creció hacia arriba y se anudó por completo al gremio de los libranceros. Luego, la fortaleza de los centinelas se retorció hacia su interior, como el pelo trenzado de una profesora de escuela. La tormenta del mercado se convirtió en un tornado de cuchillas metálicas que rasgaba las casas emitiendo un chillido estrepitoso. A lo lejos, los gritos de los habitantes llegaron a los oídos de las muchachas.

    Con un temor que oprimía cada vez más su pecho, siguieron retorciendo y girando, rotando y empujando, reordenando y reacomodando. Mientras lo hacían, el mundo ante ellas comenzaba a transfigurarse. La meseta donde se asentaba el pueblo se separó por completo del suelo y salió despedida al espacio. Las montañas chocaron contra el cielo. El sol se convirtió en una línea delgada y se enrolló en el horizonte.

    Flotando en el aire, las muchachas se aferraron a la caja en medio del caos indescifrable, es decir, la perfecta definición de lo que había sido su vida. Durante un instante, todo fue un pandemonio, y lo único que podían escuchar eran los gritos de la otra.

    De golpe, aterrizaron en el suelo de la cámara.

    Cuando miraron hacia su alrededor, era como si no hubiera pasado nada. Todo se encontraba como antes. El cubo flotaba entre ellas, ominoso y humeante, y, al tocar el suelo, rodó hacia un lado.

    Con lágrimas en el rostro, una se dirigió a la otra y le confesó: "Quizás, solo quizás, lo más inteligente es no tocar objetos extraños, tal como dijeron los adultos".

    "Sí", susurró la otra. "Tal como nos dijeron. Una y otra vez".

    En ese momento, el rayo de luz de la Capitana estalló colérico y las muchachas se estremecieron.

    La puerta de la cámara se abrió con gran estrépito y a toda prisa ingresaron la centinela Capitana y tres de los más grandes guardias de la ciudad.

    Cuando vio que las muchachas se encontraban donde habían caído, con el cubo a su lado, la mujer se cruzó de brazos y las miró fijamente.

    Así fue como, otra vez, con su siniestro y vendado sabueso como vigilante, la Capitana encerró a las muchachas en el cepo y las sometió al juicio del público. Luego de dar cuenta de todos los traumas y horrores transcurridos, los habitantes insistieron en que las muchachas con cara de malas debían perder tres dedos cada una, no menos de lo que indicaba la ley.

    Sin embargo, la centinela Capitana frunció el ceño e intervino con un tono sombrío. "Los he defraudado a todos. Permití que mi debilidad actuara en defensa de estas niñas con cara de malas. Todos debemos hacer siempre lo que sea necesario, a veces incluso más que ello, para proteger nuestro estilo de vida. No lo indica solo el espíritu de nuestra ley, sino también su letra". Luego, apuntó el extraño objeto hacia las niñas y transformó sus pequeñas caras de malas en horripilantes rostros.

    A la primera muchacha le comenzaron a salir protuberancias óseas en la cara. Entre ellas, le crecían matas de pelo grueso negro con rulos llenos de nudos. El color de sus ojos cambió a un azul blanquecino y se le comenzó a caer la piel, que luego le volvió a crecer toda amarillenta y llena de manchas. A la otra le fue incluso peor: un ojo cambió de posición con la boca, le crecieron zarcillos en las mejillas y su voz se asemejaba al sonido de una cuchara al rasparla contra metal oxidado.

    Mientras las muchachas daban alaridos lastimosísimos, la centinela Capitana se dio vuelta y sostuvo el cubo en alto ante la multitud que permanecía en silencio.

    "No. Toquen. Objetos extraños".

    Los habitantes asintieron como gesto de obediencia.

    De allí en adelante, las dos muchachas con caras horribles generarían arcadas a la vista. Por este motivo, todos les tenían terror y las evitaban, lo cual llevó a que vivieran solas la una para la otra hasta que fallecieron. 

     


    Agradecimientos especiales: Mary Kirby, Cathleen Rootsaert y Jay Watamaniuk.


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