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Cuento popular de las Fiestas de las Calaveras - Un trato con Dusty

Por Mary Kirby

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Hebras de niebla se colaban por debajo de las cortinas de la puerta del bar. Cuando llegaba aquella época, era imposible mantenerla fuera. Para Max, aquello era incluso peor que la oscuridad opresiva o los escorpidones, ya que ellos al menos tenían la decencia de no entrar en su bar. Era mal momento para hacer negocios, y mucha gente avispada ni lo intentaría con tantos malos augurios por todas partes, pero Max sabía de sobra que los tratos buenos no esperaban. Hay que aprovechar las oportunidades cuando se presentan, sin importar lo descorazonador que resulte todo lo que te rodea.

Se dedicó a observar a los hombres que tenía enfrente mientras analizaban sus cartas. Apartar la mirada de unos reguladores durante demasiado tiempo nunca es buena idea. Sobre todo si tú también eres un regulador. Estafar a compañeros reguladores era casi una señal de respeto. Casi. Para Max, este trato estaba llevando demasiado tiempo y había demasiados riesgos. Y que su esposa, Lena, se cansara de esperar a que llegara a casa y enviara a alguien a buscarla no era precisamente el menor de ellos.

—Subo veinte. —El hombre más mayor, uno de los negociadores de Zhim, le dedicó una sonrisilla a Max. Ya había perdido demasiado dinero como para remontar. Max supuso que, llegados a este punto, solo intentaba perder con estilo.

El regulador más joven gruñó y dejó sus cartas sobre la mesa: —¿Otra vez? Vale. No voy. —Él era de Heliost y venía de parte de un jefe nuevo que tenían allí. Estaba intentando causar buena impresión. En opinión de Max, no lo estaba consiguiendo, pero al menos lo intentaba.

—Vin, no tienes veinte que subir. —Max se echó para atrás, apoyándose contra el respaldo, y miró fijamente al insignificante par de monedas que había frente al hombre más mayor.

—Te haré un pagaré —dijo Vin encogiéndose de hombros; le daba bastante igual.

—No —sentenció Max con firmeza—, que Zhim ya me debe un peregrino lleno de piezas de alabarda.

—Dusty lo habría aceptado —dijo Vin con el ceño fruncido.

—Y así fue como Dusty perdió este puñetero bar. No puedes apostar lo que no puedes perder. —Vio cómo intentaba subir a la mano una carta que acababa de sacar de su bota—. Y tú no tienes nada. Propietaria nueva, reglas nuevas, Vin.

—Pero la puerta sigue sin cartel. Eso no puede ser bueno para el negocio. —Tenzin, el regulador más joven, se incorporó a la conversación: —Bueno, ¿hemos acabado ya? Quiero llegar a mi peregrino antes de que los caminos se llenen de escorpidones.

—Me caes bien, Tenzin —dijo Max asintiendo hacia el joven—. Tienes sentido común.

Tenzin empezó a ponerse de pie, pero Vin hizo un gesto para que se sentara. —Esta mano no ha terminado.

—Claro —dijo Max encogiéndose de hombros—, veamos si ese as que tenías en la bota es suficiente para salvar tu orgullo.

Tenzin se levantó e hizo media reverencia a Max mientras se reía de la humillación de Vin: —Desde luego, eres más avispada que Dusty.

—Por eso sigo viva —contestó ella con una sonrisa y haciéndole un gesto para que se marchara.

—Dale recuerdos a Lena —dijo Tenzin—. Ya hablaremos sobre la mercancía cuando llegue a Heliost. —Después de esas palabras, se marchó.

Vin la observaba desde el otro lado de la mesa. —Dime la verdad, Max... El golpe en el peregrino de Dusty... ¿fue cosa tuya?

—Max se rio amargamente: —¿Con la de pasta que me debía el muy capullo? No podía permitirse ni morir.

—El viejo regulador gruñó poniéndose en pie: —Entonces, ¿fue la maldición otra vez? Mal asunto. Zhim está preocupada. En los últimos años, este local ha tenido más de una docena de propietarios. —Vin dejó sus cartas sobre la mesa: tenía una mano lamentable y el as que había robado. Entonces, miró a Max a los ojos: —Fuerte Tarsis es demasiado importante como para cambiar tanto de manos.

—Dile a su alteza fecal que estoy de acuerdo con ella. —Max le hizo un gesto para que se marchara y vio como a Vin se lo tragaba la niebla cuando atravesó la puerta.

Entonces, se levantó y empezó a recoger las cartas y los documentos de los tratos que había estado cerrando. Los últimos clientes que quedaban en el bar, un trío de libranceros que apestaban a cerveza Fortúo y a almohadillas de alabarda sin lavar, trastabillaron hacia la salida mientras se contaban por décima vez la batalla de Jak el Afortunado contra una planta carnívora. Max bajó la persiana tras ellos y observó su bar vacío.

La niebla traía clientela: mucha gente de Tarsis intentaba fortalecer su valentía con la ayuda de una copa o dos, pero más clientes equivalían a más rato limpiando. La niebla también jugaba malas pasadas a su visión, y la mesa donde habían estado los libranceros parecía el escenario de un ataque horripilante. Las bebidas derramadas, que goteaban desde el borde de la mesa hasta el suelo, parecían un charco de sangre a la luz trémula y oscura. Max suspiró y calculó cuánto tiempo tenía hasta que Lena empezara a preocuparse.

—Amal, ocúpate del inventario —dijo mientras agarraba un trapo y una fregona de debajo de la barra—. Si hay algo de lo que nos quede poco, quiero empezar a buscarlo cuanto antes, que con este tiempo no veas lo que tardan las entregas.

—¡Yo me encargo, Max! —Oficialmente, Amal era el «camarero jefe» pero, aunque Max contaba con tres camareros, él era el que menos mandaba de todos. Max le había concedido el ascenso en privado para que dejara de incordiar con preguntas a los otros durante las horas de trabajo. Animadamente, Amal empezó a bajar varias botellas viejas y polvorientas del estante para examinar su contenido, pero al cabo de un rato se quedó quieto mientras observaba fijamente una esquina del local: —Oye, creo que los libranceros se han dejado algo. ¿Lo puedes coger? Quizás aún se lo podamos devolver.

Max apartó las cortinas medio cerradas que daban cierta intimidad a los asientos de la esquina. En medio de las botellas y los charcos de alcohol que poblaban la mesa, había una vieja gorra plana como las que llevan los repartidores. Es justo decir que calificar de «gorra» aquel andrajo era casi optimista: el color original, cualquiera que fuera, hacía mucho que se había desteñido y convertido en un marrón grisáceo enfermizo. La visera estaba salpicada de manchas negras e irregulares. Mientas la examinaba, Max notó un olorcillo como a aguardiente rancio. Un escalofrío le recorrió la espalda y, como llevada por un impulso, rebuscó en el interior de la gorra y encontró cuatro cartas de póquer y un pagaré ilegible de tantos manchurrones que tenía.

—Max, ¿salgo a ver si pillo a los libranceros? —preguntó Amal, medio oculto detrás de las botellas.

—No te molestes, esto no es suyo. —Max fue hasta la barra del bar y dejó caer la gorra en el cubo de basura que había detrás. Después, volvió a la mesa de la esquina y empezó a limpiar con el trapo el líquido que la bañaba.

—¿No deberíamos dejar la gorra en objetos perdidos? —Amal parecía estupefacto—. Puede que el propietario venga a buscarla.

—Es de Dusty —contestó Max encogiéndose de hombros—. Dudo que vuelva a por ella.

—Es la maldición... —susurró Amal. A su espalda, Max oyó el sonido de varias botellas chocando entre sí seguido de una retahíla horrorizada de reniegos: —¡Ups! ¡Oh! ¡Mierda! —iba soltando Amal mientras intentaba atrapar (sin éxito) algunas de las botellas antes de que cayeran al suelo. Max hizo una mueca casi de dolor, pero pudo confirmar de un vistazo que ninguna de las botellas se había roto.

—Amal —dijo Max fríamente—, intenta no destrozarme el bar.

El camarero, todavía aturullado, se tropezó al salir de detrás de la barra: —¿Cómo...? ¿Cómo va a ser la gorra de Dusty? Hace meses que murió. ¿De dónde ha salido? —Amal recogió las botellas del suelo y las sostuvo en sus brazos como si llevara un ramo de aguardiente.

—¿Y yo qué sé? Aquí siempre pasan cosas muy raras. —Max acabó de limpiar gran parte del desastre que había sobre la mesa y empezó a fregar el suelo de alrededor. El ambiente apestaba a lanceros que habían pasado demasiado tiempo en la oscuridad, así que intentó aguantar la respiración. Sin los charcos oscuros de bebida, aquello ya no parecía tanto la escena de un crimen, pero la niebla que se arrastraba por el suelo daba a los rincones oscuros del bar un aspecto como de haber salido de un sueño medio olvidado.

Durante un rato, Amal estuvo calladito y lo único que se oía era el tintineo de las botellas a medida que las recolocaba en el estante. —De todas formas... —balbució—, era de Dusty. Quizá podríamos... No sé, ¿conservarla?

—No es más que una gorra. ¿Qué quieres? ¿Que la pongamos en un altar? —Max guardó el trapo y la fregona—. Acaba de limpiar esto, ¿vale? Yo me ocuparé de la contabilidad.

—Claro, no hay problema.  

 


 

Entró en la habitación trasera y cerró la puerta tras de sí. Era difícil saber dónde estaba realmente el suelo por culpa de la niebla que se arremolinaba en sus tobillos. De verdad, no recordaba una época peor que aquella. Al pensar en Lena, sola en casa, hizo una mueca. Su mujer era capaz de poner a sus pies incluso a los jefes reguladores más curtidos con solo una mirada... pero también la aterraba la oscuridad. En su apartamento, siempre tenían alguna luz encendida. Como mínimo, una. A veces, varias, pero con esta niebla... Justo cuando estaba a punto de sentarse para contar el dinero, oyó gritar a Amal: —¡Max!

Ella salió corriendo al bar. —¡¿Estás bien?! ¿Qué pasa?

Amal estaba señalando con un dedo tembloroso: —Ha vuelto... ¡Ha vuelto!

Max siguió la horrorizada mirada de Amal hasta una mesa cerca de la puerta. La vieja gorra raída estaba colgada del respaldo de una de las sillas. —Qué gracioso, Amal.

Se acercó a la silla y cogió la gorra con un suspiro. No cabía duda: era la misma. El mismo olor a la bebida favorita de Dusty. Las mismas cartas de póquer escondidas. Las mismas manchas de sangre. Max volvió a tirarla a la basura, esta vez con un poco más de firmeza, como si la gorra no lo hubiera pillado la primera vez.

—Saca la basura, ¿quieres? —le pidió a Amal mientras regresaba a la habitación trasera.

Dentro estaba más oscuro de lo que recordaba. La niebla reptaba por las paredes y sus hebras atenuaban las luces al abrazarse a los apliques que había fijados en los tabiques, pero también se acurrucaba alrededor de su escritorio, de la caja con el dinero y del mazo de cartas de póquer que había dejado allí. Max, ya molesta, agitó las manos como para espantarla: —No pienso jugar contigo —murmuró.

Oyó el ruido de pasos pesados y el sonido metálico de la persiana: Amal ya había salido para llevar la basura al incinerador del Fuerte. Una cosa hecha, al menos. Max se sentó y abrió la caja donde guardaba el dinero; cuanto antes acabara, antes podría volver a casa con Lena. Al cabo de una media hora, escuchó una serie de golpes secos y lloriqueos que venían del bar, anunciando que Amal había vuelto. Max levantó la cabeza de su libro de cuentas y se frotó los ojos. Empezaba a ser difícil distinguir dónde estaban el suelo y las paredes. La niebla había engullido casi la totalidad de aquella habitación; solo quedaba la débil luz de los apliques. Entonces escuchó un grito espeluznante, de esos que hielan la sangre. Max se levantó y, con paso vacilante y a tientas, atravesó la habitación en dirección al bar.

Fue todo lo rápido que pudo y, con un traspié, salió por la puerta. Amal estaba llorando, enmudecido, frente a la entrada. Se acercó a él con pasos largos y lo agarró por los hombros:

—¡Amal! ¡Contrólate! —Max zarandeó al camarero aterrorizado y sus miradas se encontraron; él tenía los ojos muy abiertos, llenos de terror.

—¡Ha vuelto otra vez! ¡La tiré al incinerador, Max! ¿Y si busca venganza? —La voz de Amal se quebró con esa última palabra.

Max miró a su alrededor, confusa, hasta que su mirada se posó sobre la barra del bar. El corazón se le cayó a los pies. —Es una gorra. Incluso tú podrías ganarle en una pelea —Agarró la gorra de Dusty, la retorció en la mano y la tiró con fuerza a la basura— . Vete a casa, Amal. Yo me encargo de esto, ¿vale?

—¡Pero, Max...! —Amal había empezado a objetar, pero lo interrumpieron unos fuertes golpes de alguien que llamaba a una puerta. Max y Amal se miraron sin decir nada durante un momento, llenos de confusión. El ruido había venido de la puerta trasera.

Max respiró hondo. «Aquí siempre están pasando movidas muy raras», se recordó a sí misma. Aquello no significaba nada. —Vete a casa, ya cierro yo —dijo dando un paso hacia la habitación trasera.

—¡No! —chilló Amal, interponiéndose desesperadamente en su camino y agitando los brazos—. ¡Es la maldición, Max! ¡No abras!

—Amal... —Max intentó que su voz sonara tranquilizadora, pero le salió más bien agotada. Tranquilizar nunca había sido lo suyo—. No es la maldición. Las maldiciones no llaman a las puertas. Vete a casa, que ha sido un día muy largo. Pasó al lado de Amal y abrió la puerta.

No había nadie. Por un instante, Max se preguntó qué había esperado. Entonces notó cómo los pelos se le ponían de punta; bajó la vista al suelo... y allí estaba la gorra. A su espalda, Amal empezó a berrear como si fuera un niño que se había desollado las rodillas.

Max cerró de un portazo.

—Vale. Tú te vas a casa ahora mismo. —Agarró a Amal por los hombros con firmeza y lo condujo hasta la salida.

—¡Pero morirás! —sollozó Amal—. Si salgo del bar, ¡la maldición te pillará! ¡Y yo no quiero tener otra jefa! —Se aferró a Max para evitar que ella lo sacara al exterior.

—Eso es lo más tierno y lo más estúpido que he oído en mi vida —le contestó ella con toda la entereza de la que fue capaz. Consiguió arrastrar a Amal unos pocos pasos más...

Y volvieron a oír cómo llamaban a la puerta de la habitación trasera.

Al final, Max perdió los nervios y gritó: —¡Ya hemos cerrado! —Sin vacilar, consiguió arrastrar a Amal hacia fuera y cerró la persiana tras él.

—¿Max? —gimoteó él con tristeza desde el otro lado.

—Voy a cerrar. Ve con ojo por las puñeteras escaleras. —Max esperó a que Amal desapareciera del pequeño semicírculo de luz que se derramaba desde el bar hacia la niebla.

Cuando se hubo marchado, Max se acercó lentamente a la habitación trasera y se detuvo delante de la puerta. El corazón le iba a mil. Se quedó mirando el pomo e intentó calmarse lo suficiente para girarlo. Al mismo tiempo, se iba sintiendo cada vez más enfadada por cada instante que pasaba teniendo miedo de una gorra vieja y fea. La culpa la tenía Amal. Por remover cosas que no se deberían remover. Finalmente, agarró el pomo y abrió la puerta.

La gorra de Dusty estaba en el suelo, quieta y en silencio.

Ella se la quedó mirando un rato y, después, inspiró profundamente, soltó aire despacio y la recogió. La sacudió un poco, lo cual no ayudó ni lo más mínimo a mejorar su apariencia, y le dio la vuelta en sus manos.

—Vale —dijo mientras observaba la habitación vacía—. Te propongo un trato. —Max cruzó la habitación y colgó la gorra de una percha.

Y allí se quedó. Al fin y al cabo, era una gorra.

Max se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración y, poco a poco, dejó escapar el aire.

—¿Estamos en paz? —preguntó al vacío. Al no ocurrir nada, asintió satisfecha y apagó las luces para irse a casa. Lena la iba a matar.

 


Agradecimientos especiales: Neil Grahn, Ryan Cormier, Cathleen Rootsaert, Jay Watamaniuk y Karin Weekes


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